Hubo épocas en las que el mundo de los seres vivos se estudió por diversión, o casi. Venía a ser como un pasatiempo elegante. No se sabía bien qué interés podía tener el conocimiento de los músculos de un insecto o su desarrollo larvario, a no ser el de servir de distracción al propio mecenas.
Un tema que asombraba al mundo científico era el de la diversidad de los seres vivos y, más aún, su razón de ser. La afición al estudio de esta diversidad aumentó a partir de los éxitos de los viajes de exploración, que aportaron un montón de noticias sobre nuevas plantas y animales exóticos procedentes de todos los continentes. Hay toda una lista de grandes viajeros y descubridores europeos que llenan el siglo XIX. El capitán Cook embarcó a los Foster, primero al padre y luego al hijo como naturalistas en sus viajes. El ejemplo del Foster hijo inspiró a Alexander von Humboldt quien, a su vez, inspiró al joven Ch. Darwin.
El Beagle, el navío en que viajó Darwin |
Los siglos XVIII y XIX representan una época gloriosa en la historia de la biología. Es cuando se postulan conocimientos obtenidos a partir de experimentos realizados con rigor, y se van dejando atrás las ideas procedentes de la Edad Media, en la que la verdad estaba envuelta en una atmósfera de misterio y leyenda de difícil comprobación, cuando no imposible, y defendida por el halo intocable de verdad revelada.
Me gustan los momentos en que esos descubrimientos inciden en el mundo de las ideas, en el de los conceptos anteriormente admitidos y que ahora, al asimilar esos nuevos aportes, es preciso modificar para acogerlos en el mundo naciente de las ideas científicas, que han sido obtenidas de modo riguroso. En muchos casos, la novedad se resume en un axioma, como aquel que nos dice "Omnis celula ex celula" (toda célula procede de otra célula), expresado en latín, la lengua internacional y culta de entonces, y que dejaba de lado la idea de la generación espontánea. Esta idea se enunció de diversos modos: “omnis vivo ex vivo” (todo ser vivo procede de otro ser vivo) y también, “omnis ovo ex ovo” (todo huevo procede de otro huevo), éste último pretendidamente aplicado al mundo animal. Los experimentos de Redi, Spallanzani y Pasteur quedaban plasmados en estos aforismos y la biología avanzó sin la carga conceptual procedente del mundo antiguo, que suponía firmemente la generación espontánea de los seres vivos.
Omnis celula ex celula |
Otro logro científico fue el dejar de lado la idea de que los seres vivos estamos formados por diferentes proporciones de los cuatro elementos entonces considerados esenciales: agua, aire, tierra y fuego. Los naturalistas de entonces nos decían que las aves, por ejemplo, estaban compuestas por una alta proporción de aire, por eso volaban de modo tan airoso, y de fuego, que justificaba que su sangre fuese caliente. Y un largo etcétera de ejemplos. Todo esto se modificó con el conocimiento de la química orgánica y ésta dejó su aura de misterio cuando fue posible la síntesis en laboratorio de la urea.
Mientras, la idea del hombre como ser natural seguía sin modificarse. Era el Rey de la Creación, hecho a imagen de Dios. Todo estaba hecho para utilidad humana. Claro que había seres de utilidad desconocida, pero según fuesen estudiados, ya la manifestarían.
Cimbalaria muralis, vive en muros |
Los seres vivos no disponían de nombres que los nominasen de modo universal. Múltiples y diversos nombres, diferentes según zonas culturales, geográficas o de otra índole, servían para denominar a los mismos seres. Científicamente se describían cada vez que era preciso referirse a alguno determinado “una planta erecta, de hojas opuestas, ovaladas con nerviación pinnada, poseyendo flores de cuatro pétalos soldados…”
Narciso, flor orientada al suelo |
Fue a Carlos Linneo, botánico sueco, a quien se le ocurrió la tremenda tarea de clasificar a los seres vivos conocidos y dotarlos de un nombre. De personalidad controvertida, hoy nadie discute lo fructífero de su labor. Como modo de uniformizar la nomenclatura, ideó la llamada denominación binominal (algunos le llaman binomial), según la cual todos los integrantes de una especie poseerían un mismo nombre, compuesto por dos palabras: la primera de ellas correspondería al género al que pertenecían y la segunda, a la especie de la que formaban parte. El género, según Linneo, era el conjunto de individuos que se parecían en rasgos generales. La especie estaba formada por individuos con mayor afinidad de semejanza y con fertilidad compartida.
(La definición de especie siempre ha sido problemática. La última que se ha formulado corresponde al siglo pasado y comprende criterios morfológicos, genéticos y ecológicos.)
Borrago oficinalis, planta medicinal |
En ocasiones, para denominar a los géneros, Linneo utilizó antiguos nombres populares, o descriptivos de alguna característica compartida por sus miembros. Para denominar la especie, muchas veces recurrió al uso que se les da a sus componentes o a alguno de sus rasgos más característico. Por ejemplo, las especies “edulis” entre animales, se componen de individuos comestibles, o las “oficinalis” en el mundo vegetal, son plantas que fueron utilizadas como medicinales, “repens” se refiere a una planta trepadora y “domesticus” a un animal domesticado.
Homo sapiens |
Dentro de los mamíferos, entre los primates, en 1758 Linneo nos asignó el nombre Homo sapiens. Lo de “sapiens” se refiere a nuestra capacidad de pensar y de utilizar la inteligencia para idear. Para mi forma de pensar, fue un paso muy importante, pues de este modo, y gracias a un nombre compuesto por dos palabras, como a los demás seres vivos, Linneo nos colocó dentro de la escala animal, con nuestras relaciones morfológicas y estructurales con otros grupos. Tal vez, conceptualmente nos había destronado y comenzaba la época en la que, poco a poco, dejaríamos de ser Reyes de la Creación.