En mi artículo anterior, comentaba que los monjes tenían por cierto que los patos eran de origen vegetal. Si bien tal creencia frailuna les permitía comer pato en los días de abstinencia de carne, tampoco les atribuyo mala intención a los aprovechados frailes. Les hubiese bastado estudiar el ciclo biológico del pato para comprobar su error, pero tal vez este error les convenía mucho.
En aquel entonces, las cosas en ciencia no eran como las podemos ver hoy. En la época del esplendor monacal, siglo XIII por ejemplo, no se tenían muy claros los límites entre los estados de la materia (sólido, líquido y gaseoso). Y si el paso de líquido a gas era reversible, pues bastaba con la acción del calor en el caso del agua, el paso de vivo a inerte, también debía de ser reversible. Por eso se creía en las resurrecciones sin ningún tipo de duda.
También se creía en la generación espontánea y, hasta hace dos siglos, eran normales las diferentes fórmulas par obtener ratones, moscas, gusanos u otros animales por esa vía.
Según el saber de la época, todos los seres vivos estábamos compuestos por diferentes proporciones de los cuatro elementos básicos: agua, aire, tierra y fuego. Después de la muerte, la descomposición comenzaba con la pérdida del aire (el último suspiro), seguida por la del fuego (los cuerpos se enfrían), luego sucedía la pérdida del agua, permaneciendo sólo la tierra, el polvo final.
Para la ciencia de entonces uno de los grandes enigmas era determinar el lugar en que, en nuestros organismos, se originaba y residía el fuego causante de nuestro calor interno. Se llegó a la conclusión de que el origen debía estar en el corazón y la sangre sería la encargada de distribuir su calor por todo el cuerpo. Esta idea aún permanece en nuestra habla cotidiana: “me hierve la sangre”, “me arde el corazón” y otras expresiones similares, son utilizadas sin que por eso se tilde de ignorante a quien diga tales cosas. También la imaginería religiosa muestra corazones ardiendo.
Todo estaba explicado de modo muy simple, pero coherente con los conocimientos de la época. La ciencia intenta hacer eso, explicar el entorno a partir de los conocimientos de que dispone en cada tiempo.
Aristóteles fue el primero en decir que del fango pueden surgir gusanos, de la carne putrefacta, moscas y ratones de queso y carne curada. Durante siglos, nadie discutió ni puso en duda su afirmación. Pero en los siglos XVII, XVIII y XIX, tres experimentadores rigurosos y con ingenio, (Redi, Spallanzani y Pasteur) demostraron sin género de dudas que no existe generación espontánea. Por tanto, todo ser vivo nace de otro ser vivo, (omnis vivo ex vivo), como indica el aforismo latino nacido a partir de aquellos experimentos. Como corolario, tenemos que “La vida no se crea, simplemente se transmite”. Hoy tenemos por cierto que la vida se generó una sola vez y que, desde entonces, se transmite de una generación a la siguiente a través de gametos vivos.
Hoy sabemos que cualquier ser vivo de cualquier especie dará lugar a descendencia similar a él y que, por supuesto, será de su misma especie. Pero estos logros científicos han sido consecuencia de muchos siglos de estudio y, también, de lucha por erradicar falsos conocimientos sólidamente asentados en las mentes de los hombres de ciencia de entonces.
Hoy nadie cree que los patos nazcan a partir de los nenúfares, ni que tengan origen vegetal. Ni siquiera los frailes, amantes y custodios seculares del saber, a quienes debemos la custodia del saber en las bibliotecas de sus Monasterios durante la larga Edad Media.
Fotos: Fondo de Google
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