Su presencia era agradable, aunque su comportamiento dejaba mucho que desear. Presumía de buena cuna y de humildad extrema. En realidad, tanto él como sus acompañantes eran unos altaneros que parecían gozar molestando.
CAMINANTES |
Constantemente se quejaba de la vulgaridad de quienes encontraba en el Camino, fuesen mozos, criados, vendedores, hosteleros o clérigos. Creía que sólo los demás lo afeaban, pensando que él era el único poseedor de sentimientos nobles capaz de apreciar lo auténtico en medio de aquel barullo. Era uno de esos menospreciadores de gente que, también hoy, se consideran habitantes de sublimes soledades y nos desprecian a los demás sin saber que respiramos el mismo aire y pagamos con las mismas monedas. Esa suficiencia de patán que cree ser algo en su barrio, deseoso de decir constantemente “usted no sabe con quién está hablando”, siempre me ha parecido lo opuesto a Ulises cuando quiso ser Nadie y nunca se acompañó por el cruel desprecio del prójimo.
Con esos modos, peregrinaba a Compostela y estaba seguro que nadie había peregrinado con tanta humildad como él, que había escondido su nombre (y su escudo) bajo la estameña de su traje.
Su presencia no pasaba desapercibida y dio lugar a no pocas trifulcas por lo agresivo de su compañía. Los altercados no pasaron a mas, hasta que, ya cerca del final, el fulano perdió la vida en una emboscada.
GENIO Y FIGURA HASTA EN LA SEPULTURA |
Sus criados se desprendieron de los hábitos penitenciales, se pusieron los de la casa patricia a la que prestaban sus servicios, e hicieron una entrada fúnebre en la ciudad que fue recordada durante bastantes años. Las campanas doblaron un día entero, los ornamentos fueron negros en todos los oficios religiosos y los sermones alabaron las muchas virtudes del difunto que, al fin, fue enterrado de modo acorde con su rango, pues ya todos supieron de quién se trataba.
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Pero el caballero no había ganado el jubileo. Claro que había bulas que concedían las gracias jubilares a quienes muriesen en el Camino, pero como éste había muerto entre pendencias nada piadosas, nadie era capaz de asegurar que se hubiese lucrado de las gracias jacobeas. Pero si había una cosa cierta en este caso, era el intenso deseo del muerto de ganarlo. De todos modos, siempre se dijo que durante las noches de los sábados, se abría la Puerta de los Abades de la Catedral Compostelana, para que por ella penetrasen las almas de los muertos en Camino y, ya dentro, se pudiesen lucrar de las gracias necesarias para subir a los cielos.
Al poco, en la ciudad comenzó a comentarse la insólita presencia de
una sombra en una de las puertas de la Catedral. No faltaron quienes pensasen que podía ser el alma del rufián aquel, que quería entrar por una puerta equivocada. Toda la ciudad pasó por allí a constatar la humilde y recogida (ahora, sí) presencia junto a la puerta, a la espera de su apertura para poder penetrar en el templo. La sombra estaba allí desde que la noche comenzaba a caer sobre la plaza de la Quintana.
SIEMPRE A LA ESPERA |
¿Es él? A muchos no cabe duda su identidad, pues aún hecho sombra después de muerto, sigue con sus ínfulas de ser alguien superior a los demás. No está junto a la Puerta de los Abades, donde se dan cita estas almas. Tampoco espera la apertura de las puertas de Platerías o de Azabachería, no. Ni siquiera aparece junto a la Puerta del Obradoiro. En el colmo de su afán de singularidad y soberbia, está al lado de la Puerta Real, aquella que cree apropiada a él. Está allí porque en la catedral compostelana no hay Puerta Imperial pues, de haberla, ante ella estaría.
Cualquier noche compostelana es fácil verlo con sus atuendos de peregrino, sin moverse, junto a esa puerta de la Plaza de la Quintana. Tal vez espera que se la abran, para realizar por ella su singular entrada, tan ansiada.
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